viernes, 26 de febrero de 2010

Onion Fields Forever

Después de 8 días de surrealidad/irrealidad, Marie y yo nos unimos a un par dispar en la búsqueda de un trabajo en las candentes tierras de Victoria. Mathew, un obstinado y terco joven médico francés y Misato, una japonesa a todo dar, eran nuestros compañeros de viaje, todos a bordo de un station wagon que aguantaría la nula pericia del franchute al volante.
Pueblo a pueblo y granja a granja, se nos agotaban las opciones laborales; era un intermedio entre dos temporadas y no había chamba por ningún lado, hasta que en un pueblillo llamado Naya dimos con lo que sería nuestra nueva ocupación… onion seed picking. Para aquellos que no estén familiarizados con dicho oficio, las cebollas tienen una bella flor en forma de esfera, que contiene cientos de semillitas que por una u otra extraña razón nos harían recolectar por montones.

Todo empezó a las cuatro horas de una mañana de verano, una hora infrahumana para despertarse e ir a laborar. Pero en fin, para las cinco ya bien desayunaditos y acicalados la internacional mezcolanza de inmundos trotamundos nos encontrábamos en lo que sería nuestra oficina. Una sierra a cada uno, una breve introducción de cómo cortar la flor y a chambear se ha dicho. Mi preocupación nació y se acrecentó al punto del llanto al percibir el olor y la sensación irritante en la nariz y ojos que aquel bello vegetal despide, pero gracias al altísimo e inesperadamente, la sensación desapareció a los pocos minutos de haber empezado, después claro de haber derramado más de un litro de moco aguado. A parte de nosotros, la mayoría de los trabajadores eran hindúes y asiáticos (ojo rasgado pueh). Pero la pesadilla no empezaría sino hasta que la mandamás hiciera su aparición en la escena: una diminuta vieja china, que no dejó de presionar al personal durante las siguientes 5 horas de trabajo al bello grito de: “work, faster, moove, come on faster, cut”.

Les cuento sobre esta experiencia simplemente porque me pareció algo de lo más bizarro encontrarme en un país “primer mundista”, siendo explotado por una dictadora china, trabajando sin papeles, recolectando semillas en un interminable campo de cebollas. Al final de los dos días de trabajo, nos quedamos con varias cortadas en las manos y un bello olor que aun hoy acompaña a mis botas y la satisfacción de ser un hippy vagabundo y no un esclavo nauseabundo.

La búsqueda siguió a través de innumerables granjas, siempre recogiendo fruta a la orilla de la carretera; duraznos, chabacanos, ciruelas y demás, todos de a grapa. Pero pasaron un par de semanas sin suerte laboral alguna y aunque vivir a la orilla del Murray River era un deleite, siempre con un árbol apropiado para colocar nuestra hamaca, los días de 40° C y las noches de 30° C, se volvieron insoportables, así que mi mujer y yo decidimos huir a tierras más templadas.

En nuestro primer hitchhike en Australia, abriéndonos camino hacia Melbourne, dejamos una de las bolsas que cargábamos en el auto del buen hombre que nos dio aventón y en un desesperado intento por encontrarlo para recuperar nuestras pertenencias, nos vimos varados en un camino de terracería en medio de la nada, con un sol derritiente y una novia al borde del desmallo. En fin, nunca encontramos nuestro equipaje perdido, pero al otro día nuestra suerte fue mucho mejor y en menos de 3 horas, con un par de personas retornando en la carretera para recogernos, nos hicimos camino hacia la sumamente aburrida urbe de Melbourne. Nuestro último ride fue a bordo de un camión que transportaba el aquel plástico con bolitas que todos disfrutan tronar en tiempos de ansia, con nuestro conductor Brian, quien se encargaría de explicarnos todo sobre los flash fires que incineran todo a su paso en segundos impulsados por fuertísimos e hirvientes vientos.


Y para no quitarles más su bello tiempo contándoles lo aburrida que es Melbourne, los dejo por el momento, para seguir más tarde, más al sur, en la isla de los demonios…..